Wednesday, October 18, 2006

Relatos: Humillaciones en el país de los 'check points'

(Fuente: El País de España)

El Ejército israelí ha aumentado en el último año en un 40% el número de barreras y controles militares en Cisjordania, territorio de una extensión equivalente a La Rioja y habitado por casi 2,5 millones de personas. Los obstáculos hacen la vida muy difícil a los palestinos y generan diariamente circunstancias humillantes.

Yaser tiene que volver. Los soldados israelíes no le permiten cruzar el control militar de Hawara, al sur de Nablús. Ansam intenta, como cada tarde, que sus hermanos pequeños Yaser, de 9 años, y Shaima, de 10, superen una de las 528 barreras que fraccionan la ocupada Cisjordania -sólo 5.000 kilómetros cuadrados, como La Rioja- en un sinfín de bantustanes donde viven 2,5 millones de personas. A veces pasan, a veces, no. Ansam prefirió no perseverar. El crío regresó, tras escuchar los gritos del uniformado, con el semblante desencajado. "De vez en cuando, por la tensión, sangra por la nariz", comenta Ansam. Los militares también impiden o demoran el paso de las ambulancias. A veces, se tarda 12 horas en recorrer 100 kilómetros. Hasta 30 mujeres parieron en los últimos tres años en los controles. Y más de 70 enfermos sucumbieron a la espera.

En agosto de 2005 existían 376 de estos obstáculos, en los que predomina el cemento. Un año después sumaban el 40% más, según la Oficina para la Coordinación de Asuntos Humanitarios de Naciones Unidas.

Porque, además de los 27 puestos militares fijos, han proliferado los controles móviles que sorprenden en cualquier lugar. Coloca también el Ejército israelí enormes bloques de piedra, cava trincheras o levanta montículos de arena para cortar la circulación. La vía que ayer era transitable hoy no lo es. Los palestinos tienen vedado el acceso a 41 carreteras o tramos en Cisjordania, 700 kilómetros de exclusión.

La represión se ha acentuado en los últimos 12 meses, desde antes de que Hamás triunfara en las elecciones de enero. Ya sea por alertas de seguridad, o por las fiestas judías que jalonan el calendario religioso, los 2,4 millones de habitantes de Cisjordania han sufrido casi un centenar de días de clausura total en lo que va de 2006. Fueron 132 el año anterior. Nadie puede trasladarse a suelo israelí durante estas jornadas. Sin embargo, la opresión del medio millar de controles y todo tipo de impedimento es diaria en la Cisjordania bajo ocupación. Es tanto el tiempo que esperan en los check-points que sucede de todo.

El trato que los uniformados dispensan a los palestinos, de cualquier edad y condición, es denigrante. La arbitrariedad es norma. En Hawara hay dispuesto un estrecho pasillo por el que atraviesan el control las personas a partir de una cierta edad. Por debajo de los 32 años se prohíbe el paso, salvo que se cuente con permisos especiales. Pero hay días que se eleva la edad a 40 años, a 50. Nunca se sabe. Las colas son enormes a las horas punta, pero en cualquier momento se puede tardar horas en cruzarlo. Las discusiones de los palestinos con los soldados israelíes son continuas. Al menor incidente, confiscan las llaves de los coches; golpean a los jóvenes, amenazan con devolver al final de la cola a quien se queja; encañonan a la gente; las mujeres con bebés en brazos aguardan como todos, o se cierra el control sin explicaciones. El muestrario de vejaciones es amplio. Incluso la secretaria de Estado, Condoleezza Rice, habló esta semana de "humillación de los palestinos", a lo que respondieron algunos lectores de periódicos digitales israelíes tildándola de "antisemita".

"Desde 2002 han muerto en los controles de Cisjordania 72 enfermos", asegura el médico Ghassan Hamdan en su consulta de Nablús. Los uniformados impidieron o demoraron el paso a las ambulancias y los pacientes no resistieron. "La sanidad está en crisis desde hace seis años. Los programas de vacunación estuvieron paralizados entre 2002 y 2004; ahora están detenidos los planes de prevención en las escuelas; sólo disponemos de 17 ambulancias para las 300.000 personas que viven en la región de Nablús. El 72% de la población reside en áreas rurales y los hospitales a los que acuden están en las ciudades porque las distancias son muy cortas", relata Hamdan. Pocos kilómetros que se convierten en distancias insuperables. "Las ambulancias están sometidas a los horarios de los controles militares. En ocasiones, si nos cierran el paso, nos negamos a regresar y esperamos hasta tres horas. A veces conseguimos pasar, pero a veces no". El sábado pasado nos llamaron desde Beit Furik, a siete kilómetros de Nablús. Un hombre había sufrido un ataque al corazón. Trajeron al paciente hasta el puesto. Pero costó hora y media convencer a los soldados". Precioso el tiempo perdido. "Llegamos al hospital", continúa el doctor, "pero el enfermo murió horas después".

Treinta mujeres han traído a sus bebés al mundo durante los últimos tres años esperando en uno de los 27 controles permanentes que el Ejército hebreo tiene montados en Cisjordania. Y cada vez es más frecuente que den a luz en sus casas para evitar la incertidumbre en cualquier camino, lo que ha provocado el aumento de los partos en los que el bebé nace muerto, asegura la ONG israelí Médicos por los Derechos Humanos.

Las prisas son pésimas consejeras. El lunes un joven comenzó a correr en Hawara, uno de los más duros controles. Recibió varios balazos. Los militares alegaron que Mohamed Saade, de 23 años, se abalanzó para apuñalar a un soldado. Mostraron un cuchillo. Pero testigos aseguraron que la versión del Ejército es falsa, que el hombre corría porque perdía el autobús y que el arma fue colocada por los uniformados. Saade era policía de la Autoridad Palestina. No tendría dificultad -nadie la tiene en Cisjordania y Gaza- para hacerse con una pistola. "Y, además", comenta un lugareño, "los que lo intentan lo hacen cuando se acercan a los soldados alrededor de los tornos. Son sus mentiras de siempre". Hartos de las esperas, muchos jóvenes recorren caminos y estrechas carreteras de montaña para sortear los controles. Yusef Tiraui murió el domingo de un tiro en una de las colinas que rodean Nablús, ciudad asediada en la que los vehículos militares israelíes entran una noche sí y otra no a la búsqueda de presuntos milicianos.

Rarísima vez se atraviesa un puesto militar sin observar detalles que revuelven las tripas, al margen de los exhaustivos registros. Hace escasos meses, en Erez, el paso fronterizo con Gaza, los soldados obligaron a un hombre a colocarse un guante blanco que sirve para detectar explosivos. Pasó la mano por el cuerpo de su esposa, pero no fue suficiente. Tuvo que palpar por debajo de las faldas hasta que el soldado quedó satisfecho. Lo mismo hizo con el bebé, ante la presencia de varios extranjeros. El rostro del palestino, indignado, era un poema. En las inmediaciones de las ciudades palestinas más pobladas -Hebrón, Nablús, Yenín, Tulkarem, Belén, Kalkilia- hay grandes instalaciones militares y las carreteras están plagadas de torretas. No es posible hacer planes, es imposible la actividad económica normalizada; estudiar es un suplicio para miles de estudiantes, que infinidad de días no pueden alcanzar las universidades...

A tres kilómetros de Hawara, en el cruce con la carretera que conduce al asentamiento judío de Yizhar, se agolpan en otro puesto militar decenas de vehículos. De matrícula palestina (verde o blanca), claro. Los coches de los colonos, con placas amarillas, tienen reservada la mitad de la calzada y franquean el control sin detenerse. A 10 kilómetros de Nablús, el tercer control. Antes de llegar a Jerusalén, el cuarto. Son 60 kilómetros que no se pueden cubrir en menos de tres horas, si todo va como la seda. Llegar a Hebrón, 100 kilómetros al sur de de Nablús, es una odisea. Hay que superar nueve controles fijos. Cuesta un promedio de 12 horas. Los hay que se tiran un día. "Esto sucede a diario y nos afecta a todos. Un muerto no es lo más importante", llega a decir Murad Jufash, de 36 años, residente en un pueblo junto al asentamiento de Ariel, donde 30.000 colonos viven en el primer mundo. "La paz sea contigo", es la despedida israelí a los palestinos que superan el control de Belén. La leyenda está pintada sobre el muro de ocho metros de hormigón que se eleva a las puertas de la ciudad.

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